A las siete en punto, las sillas plegables forman un círculo perfecto. En el centro, una caja de cartón con el logo impreso en hojas A4: Dólar Anónimo. Los miembros del grupo dejan sus celulares en modo avión y se miran sin hablar. La consigna es sencilla: nadie juzga a nadie, pero todos saben quién volvió a comprar.
La primera en hablar es Patricia, 48 años, ex contadora:
—Compré cien, no me aguanté. No por necesidad, sino por reflejo. Sentí que si no lo hacía, me iba a pasar algo malo.
A su lado, Esteban, 33, diseñador gráfico, asiente con la cabeza.
—Yo no compré, pero abrí el homebanking. Es como mirar el vaso cuando estás dejando de tomar —dice, con media sonrisa.
El grupo nació durante la corrida de 2019, cuando el dólar pasó de 40 a 60 en cuestión de días. Eran cuatro al principio. Hoy son casi treinta, aunque nunca están todos: algunos desaparecen sin avisar, otros vuelven con culpas y billetes termosellados.
—Yo recaí en marzo —admite Jorge, comerciante—. Estaba en la verdulería y vi a un cliente pagar con dólares. No me aguanté. Fui al pasillo, llamé al arbolito y compré. Después me sentí sucio.
En las paredes, carteles con frases impresas: “Solo por hoy no compraré”, “El dólar no te ama”, “La devaluación está dentro tuyo”. En el pizarrón, la coordinadora —una economista jubilada que prefiere no dar su nombre— anota los temas del día: inflación, ansiedad, reservas.
—El dólar es una adicción nacional —explica al comenzar la sesión—. Nos da la ilusión de control, de seguridad, pero en el fondo nos destruye.
Los más jóvenes suelen confesar que heredaron el hábito de sus padres. “Mi viejo me llevaba al banco a los siete años a comprar billetes —cuenta Lara, 27—. Yo creía que era un juego. Ahora me doy cuenta de que estaba aprendiendo a temer”.
Hay también historias de pareja. “Nos separamos porque ella compraba blue a escondidas —dice un hombre con voz baja, ingeniero—. Encontré la captura del WhatsApp del cuevero. Fue peor que una infidelidad”.
No todo es desesperanza. En las reuniones, algunos relatan pequeños triunfos. Una maestra jubilada, Irma, confiesa que logró pasar una semana sin mirar el precio del dólar paralelo. “Cada mañana lo googleaba. Ahora hago crucigramas”, dice. Los demás aplauden con discreción.
Sin embargo, desde hace unas semanas, la calma aparente se quebró. “La situación externa nos afectó mucho —admite la coordinadora—. Después del anuncio del apoyo norteamericano a Milei, varios sintieron que se les desmoronaba el sentido del grupo”.
La noticia fue devastadora: el gobierno de Estados Unidos, bajo la administración de Donald Trump, confirmó un nuevo paquete de respaldo financiero y político a la Casa Rosada. En los foros económicos se celebró como una señal de confianza; en Dólar Anónimo, como una traición personal.
—Nosotros resistíamos por patriotismo —explica Patricia—. Pero si ahora los yanquis también le mandan dólares a Milei, ¿de qué sirve dejar de comprarlos?
Esa noche hubo lágrimas. Algunos se levantaron y se fueron sin despedirse. Otros abrieron las aplicaciones de cambio apenas salieron del salón. “Fue un quiebre —dice Esteban—. Sentimos que el mundo nos tentaba otra vez. Que el dólar nos llamaba por nuestro nombre”. “Tal vez la estabilidad sea esto —reflexiona Patricia—: saber que nunca vamos a tenerla”.

