Las causas son tan económicas como culturales. En tiempos de inflación y salarios erosionados, el jogging tiene ventajas que van más allá del precio: “se lava menos, gasta menos jabón, disimula el cuerpo” y se adapta a la vida sedentaria que impuso la crisis. Muchas personas lo usan incluso para dormir, en una continuidad entre descanso y supervivencia que borra los límites entre el adentro y el afuera. En una sociedad que ya no renueva vestuario ni zapatos, vestirse cómodo se volvió una forma de resistencia… o de resignación.
Pluricausas apunta también a un cambio en los códigos del deseo urbano: el jogging, dice el informe, “aplana las diferencias, borra el erotismo de la vestimenta y convierte a la ciudad en un dormitorio extendido”. Si en los noventa el jean ajustado o el traje eran símbolos de estatus, hoy dominan los conjuntos grises, los puños flojos y las zapatillas baratas. El cuerpo se esconde, la elegancia se diluye, y la sensualidad se archiva junto con el consumo.
En definitiva, la masificación del jogging parece condensar algo más profundo: “una sociedad deprimida ya no necesita zapatos ni seducción, solo abrigo y elasticidad” reza el informe en sus conclusiones. El jogging es el paso previo a la hibernación económica y libidinal de un país que, agotado por la inflación y la incertidumbre, se viste para estar cómodo… incluso si no piensa salir más.

