El fuego avanzó sobre el predio de Iron Mountain en Ezeiza con una precisión que muchos consideran casi coreográfica. Funcionarios con conocimiento del paño admiten en privado que allí se conservaba documentación delicada, auditorías en estado embrionario y papeles de contrataciones que venían acumulando tensión en distintos niveles del Estado. La comunicación oficial, distante y estéril, reforzó la impresión de que algunas carpetas encontraron en las llamas un desenlace oportuno.
Las versiones sobre lo destruido abarcan un menú amplio, suficiente para todos los gustos. Se mencionan reportes de financiamiento político, documentación de organismos descentralizados, archivos de consultoras con estudios poco halagadores, correspondencia empresarial vinculada a licitaciones sensibles, bases de datos de personal tercerizado y hasta copias de expedientes que quedaron congelados en la Justicia. Nadie confirma nada, pero todos repiten las mismas hipótesis con una seguridad llamativa para tratarse de rumores.
En despachos políticos circulan además supuestos inventarios de campañas electorales, informes reservados sobre organismos clave y registros de contrataciones que ningún sector quiere ver reaparecer. La empresa mantuvo un silencio total y ese vacío permitió que cada teoría creciera sin freno. El fuego, veloz y contundente, dejó la impresión de que la destrucción fue más eficiente que cualquier proceso administrativo.
La sombra de Barracas sigue omnipresente. En 2014 desapareció documentación bancaria importante y la investigación avanzó hasta cierto punto, lo justo para no incomodar demasiado. Ahora, con otro depósito en ruinas y la misma secuencia de explicaciones vagas, la política vuelve a mirar hacia otro lado. A esta altura, ya pocos se preguntan qué ardió. Lo inquietante es que, otra vez, ardió lo que convenía que desapareciera.

