La Fundación La Balandra sorprendió al anunciar que su Concurso de Narrativa Abelardo Castillo quedaba desierto. El jurado, integrado por Sylvia Iparraguirre, Luis Mey y Natalia Zito, revisó 1.878 obras y concluyó que ninguna alcanzaba “la potencia literaria” esperada. El resultado: sin ganadores, pero con lista de finalistas publicada, en una suerte de exposición pública de los que casi estuvieron a la altura.
El gesto fue presentado como una muestra de honestidad crítica, aunque no todos lo vieron así. En redes y grupos de escritores circuló una versión menos solemne: que detrás del fallo “unánime” podría haber pesado también cierta conveniencia económica. No sería la primera vez que un concurso literario se ahorra el premio invocando el espíritu de la excelencia.
“Nos vimos ante el dilema de decir lo que pensamos o callar. Elegimos el camino más incómodo”, explicó Natalia Zito. La frase, cuidadosamente formulada, sonó para algunos como una defensa de principios; para otros, como la forma más elegante de no firmar un cheque.
Al final, La Balandra consiguió lo que pocos logran en el campo literario argentino: generar debate sin gastar un peso. Un logro que, en su propio modo, también podría considerarse un premio.

